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Roberto Aguilar | Bukele, horizonte luminoso

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La democracia ha de ser (por lo menos así es ahí donde funciona) aburrida y poco glamurosa, anodina y gris

Aquí nadie aprende. Deberíamos estar prevenidos contra sombreros de ala ancha, camisas bordadas de Zuleta, chompitas tejidas por manos aymaras, chaquetas bonapartistas con decoraciones doradas de hojitas de laurel cosidas a los puños… Todos esos recursos indumentarios propios de hacendados y caudillos de república bananera, étnicos, folclóricos, castrenses, decimonónicos o lo que fuese, terminan impajaritablemente en entronizaciones y rapiñas, en abusos de poder y reelecciones indefinidas, en persecuciones y mordazas. Si su mandatario trata de hacer de su atuendo un discurso, espere lo peor: lo más seguro es que no tenga vocación democrática. Vale también para zapatos-máquina-de-guerra y ministros que se ponen de acuerdo para acudir a los actos oficiales luciendo gafas ‘fancy’, frivolidad grosera y decadente.

La democracia ha de ser (por lo menos así es en los países donde mejor funciona) aburrida y poco glamurosa, anodina y gris. Son los líderes populistas los que tratan de ponerle color a la política, que no lo necesita en absoluto. Hacerla brillar como si la administración de lo público fuera un espectáculo. La verdad es que el desarrollo democrático de un país es inversamente proporcional al espacio que la política ocupa en los periódicos y en los noticieros. Mientras menos se hable de política en el debate público, más saludable está la democracia. En los países donde no hay otro debate más urgente que el político, como el Ecuador, la cosa pinta de mal para peor. Ocurre en toda América Latina y ahora también en España, país que nos compró el modelo que sus propios intelectuales de izquierda contribuyeron a perfeccionar.

Seamos realistas: no hay salida a la vista. No seremos (con las excepciones de rigor: Uruguay y ¿Chile?) países democráticos en un futuro previsible. De hecho la democracia está de retirada en todo el mundo. Cada vez más países occidentales (incluido el más poderoso de todos: Estados Unidos) optan por soluciones populistas, tanto da si de izquierda o de derecha; el estado de bienestar, ese brillante producto de la posguerra, ha caído en desgracia; y en los campus universitarios del occidente desarrollado se exige la aniquilación de la única democracia de Oriente Medio y se proclama solidaridad con el terrorismo islámico. El activismo islamista queer, improbable esperpento surgido de la esquizofrenia identitaria, aparece como el síntoma terminal de la democracia suicida.

Si eso ocurre en los países donde la democracia funcionó de verdad, donde el estado de bienestar llegó a ser un patrimonio colectivo por el que todo el mundo se jugaba, el valor indiscutible en el que coincidían los rivales políticos más encarnizados, ¿que no ocurrirá en América Latina, región de repúblicas imperfectas, de sistemas democráticos eternamente en construcción donde las instituciones republicanas siempre estuvieron a merced de los caudillos? Aquí, el punto de encuentro no es el estado de bienestar, que nunca funcionó ni remotamente: es Bukele. Y hasta los supuestos libertarios lo tienen como un referente incuestionable. Bukele, encorsetado en su chaqueta napoleónica, convirtiendo el acto de su investidura en una misa, haciendo jurar al pueblo fidelidad a su proyecto y sumisión incondicional a sus ideas, burlando la Constitución, proclamando el éxito de su modelo de seguridad a costa de mantener a miles de inocentes en las cárceles, apuntalando un sistema de corrupción donde su familia roba a manos llenas. Cuando un tipo así se convierte en el horizonte luminoso hacia el cual debe conducirse al país, la democracia está perdida. Da lo mismo que elijamos a Daniel Noboa, Rafael Correa, Jaime Nebot o la madre que los parió.