Roberto Aguilar: ¿Crimen de Estado o de país?
Dirán que es un crimen de Estado. Y sí. Pero es más que eso: es un crimen de país, hagámonos cargo
Todo iba bien hasta que las víctimas fueron niños. Este país que llora y se lamenta por la tragedia de los cuatro chicos de Las Malvinas, ¿es el mismo que aplaudía con entusiasmo las acciones militares de los primeros días del estado de excepción, cuando los soldados daban tabla y cometían toda clase de abusos con tal impunidad que hasta se daban el lujo de viralizarlos en las redes, seguros de contar con la aprobación general como en efecto ocurría? ¿No se hicieron popularísimos los chistes que aludían a la práctica militar de obligar a “cantar el rulay” a las patadas? ¡Qué divertido era ver a un soldado apaleando a un marginal! ¿Alguien va a negarlo? ¿No era bala lo que pedía medio mundo? ¿Que se concediera licencia para matar a los soldados y se decretara pena de muerte y anulación de los derechos humanos para los delincuentes? ¿No era el clamor general?
Entonces, ¿qué esperaban? ¿En serio creyó el ecuatoriano que se puede sacar a los militares a las calles y darles patente de corso por aclamación sin ninguna consecuencia? Y ahora, que tenemos un ejemplo brutal de cómo actúan, ¿hemos de creer que es la primera vez que ocurre? ¿O será que estamos ante el procedimiento habitual en esto que el presidente Daniel Noboa, sin ninguna justificación constitucional, insiste en llamar “conflicto armado interno”? Si es así, esto tenía que pasar en algún momento. Sobre todo si consideramos el papel reservado a los niños en este infierno. Nos lo contó Alexander Clapp, periodista de The Economist, pero nadie le hizo caso, nomás nos indignamos con él por endilgarnos esa palabra odiosa, narcoestado, cómo va a decir así tan feo de nosotros, gringo de mierda. Pero lo de los niños a los que la mafia corta la lengua en la Cooperativa San Francisco, para que no se hagan informantes, o los de Nueva Prosperina, que pueden ganar hasta 4 mil dólares al mes por hacer trabajos varios para la mafia, eso no molestó a nadie. Pues bien: tarde o temprano las víctimas de la impunidad militar aupada por la gente tenían que ser niños, eso es todo. Y más vale que empiece cada quien a asumir sus propias responsabilidades por cuenta de sus alharacas. El país entero pidió esto, lo pidió a gritos (algunos lo justifican, a cuenta de inventarse que los niños eran delincuentes).
Porque vamos a ver: el procedimiento militar, apenas criticado con un tibio “cometieron errores” por el ministro Gian Carlo Loffredo, es una completa monstruosidad: agarrar a niños y llevárselos a rastras, a patadas, en la paila de una camioneta; no dar aviso a sus padres ni a nadie; incumplir protocolos elementales como trasladar la detención a la Policía especializada en menores, o respetar su derecho a hacer una llamada telefónica; sacarlos de su cantón y luego abandonarlos a 40 kilómetros de sus casas, desnudos y golpeados, el mayor con la cabeza rota, porque a estos niños también les hicieron cantar el rulay a su manera los militares, ríanse ahora. Abandonados en media vía, para que se los llevaran unos mafiosos en moto y no se vuelva a saber de ellos, porque no somos narcoestado. Hay que estar seguros de la propia impunidad para llegar a tanto. Y eso solo se consigue con la tolerancia del mando y el masivo apoyo ciudadano, si es que se puede llamar ‘ciudadano’ a este comportamiento tribal de trogloditas siniestros que enorgullece a los ecuatorianos. Dirán que es un crimen de Estado. Y sí. Pero es más que eso: es un crimen de país, hagámonos cargo.