Roberto Aguilar: La gran mojigatería nacional

Los integrantes del comité organizador de los debates presidenciales empiezan a exasperar a la nación
Termina el debate presidencial y los observadores de la política se juntan en tertulias y mesas redondas para analizarlo y lanzan siempre el mismo reclamo: faltaron propuestas. Y los noticieros, al día siguiente: faltaron propuestas. Y los líderes de opinión en sus redes sociales: faltaron propuestas. La queja se ha convertido ya en un tópico de la conversación nacional tras cada debate.
Sin embargo, la verdad es que propuestas, lo que se dice propuestas, es decir, parrafadas extraídas de los planes de gobierno (que, por lo demás, llevan meses de haber sido publicados y están a disposición de todos aquellos que los reclaman en el debate) nunca faltan.
Siempre dedican los candidatos buena parte de su tiempo a contarnos en qué piensan gastar el presupuesto de la educación, cómo pretenden mejorar la eficiencia de la Policía, qué clase de créditos o de bonos van a entregar a qué segmentos de la población, en fin… Promesas. ¿Alguien las cree? Por supuesto que no. Sin embargo, tras cada debate presidencial, seguimos reclamándolas y quejándonos porque no hubo suficientes, quizá porque las que hicieron los candidatos las olvidamos ni bien terminó el debate; cómo no olvidarlas si fueron la parte más aburrida, más anodina, más insulsa. No nos hagamos tarugos. ¿Propuestas? ¡Bah!
No, no son propuestas las que faltan. Son visiones de país. Dicho de otro modo: faltan propuestas articuladas a visiones de país. Y ahí la cosa se pone cuesta arriba porque puede ocurrir, como en efecto ocurre, que las visiones de país que acarician nuestros candidatos sean, simplemente, inconfesables. Una sueña con un país en el que su partido ejerza el control de todos los organismos del Estado, incluida la justicia, y eso garantice la impunidad de sus prófugos y sus presos: ése es su proyecto. Otro sueña con un país donde sus intereses privados se confundan con los públicos y las barreras para hacer negocios se derrumben para permitir el desarrollo ilimitado del capitalismo de cuates. En esas circunstancias, ¿qué se espera del debate presidencial? ¿Cuál es su función? Precisamente: poner al descubierto esos proyectos inconfesables. ¿De qué manera? La respuesta es una perogrullada: poniéndolos a debatir.
Sin embargo, eso que parece tan elemental, tan fácil, resulta irrealizable. El problema es que los integrantes del comité organizador de debates presidenciales, que a estas alturas del partido ya empiezan a exasperar a la nación por su obtusa incapacidad de aprender de sus errores y su nula sensibilidad para entender el momento político del país, no se plantean ese elemental objetivo ni remotamente.
Ellos se mantienen fieles y consecuentes a la gran mojigatería nacional, al espejismo de creer que el objetivo del debate es comparar planes de gobierno aunque sepamos de sobra que esos planes de gobierno son pura paja y cuando resulta evidente que de lo que se trata es de confrontar candidatos. ¿A quién representan? ¿Qué buscan? ¿Cómo tienen amoblada la cabeza? ¿Quién o quiénes los manejan? Mejor aún: dejarlos confrontar. Pero esa idea, la de la confrontación, es precisamente la que rechazan como si se tratara de una peste.
Esta estúpida mojigatería buenoide según la cual hay que evitar a toda costa la confrontación en aras de la nimiedad edificante, y que se expresa en el no menos estúpido formato de debate que impide la simple y elemental conversación como mecanismo de intercambio racional, iluminador, incluso pedagógico de ideas contrapuestas. El debate presidencial, tal como sus organizadores se empeñan en mantenerlo, es la fiel representación de todo lo que está podrido en la política nacional, empezando por la incapacidad de sentarse y conversar sin complejos, de pelear cuando haga falta y hasta de maltratarse, si se tercia (para eso y no para administrar un cronómetro existen los moderadores). ¿A qué le tienen miedo?