Roberto Aguilar | Primer deber: leer los signos

Hay, en este gobierno, signos inequívocos de la consolidación de un tiranito en ciernes
La democracia, cuando se autodestruye, recurre a las mismas manos que la asistieron en sus tentativas suicidas del pasado. Algunas de las voces más entusiastas que apoyaron al atrabiliario Rafael Correa en su imparable ascenso hacia el poder se cuentan hoy entre las incondicionales del Daniel Noboa en su camino hacia la reelección: no fueron capaces de leer los signos de la intolerancia y el autoritarismo en ese entonces; no lo son ahora, a pesar de que resultan más ruidosos y más visibles que nunca. Entran al juego con la misma miopía y redoblada intransigencia: entregados están. Si en el pasado se arrepintieron de su error hasta la retractación pública, en el futuro tendrán que flagelarse. Porque el suyo es un pecado cívico: no aprender de los errores del pasado; sobre todo de los propios.
El primer deber de un demócrata es leer los signos. Un presidente millonario cuyas empresas familiares figuran a la cabeza de la lista de mayores deudores del Servicio de Rentas Internas envía a la Asamblea, como ley urgente, una reforma tributaria para perdonarse a sí mismo los intereses y multas de su deuda por una suma mayor a los 50 millones de dólares. O teje una intrincada red de abogados entre los que reparte cargos del Estado y casos personales y confunde los asuntos públicos con los privados a tal extremo que resulta imposible discernir si sus decisiones de gobierno son eso o simplemente otras tantas jugadas en el tablero de ajedrez de sus negocios, ya se trate de un asunto de radares o de seguros, de construir cárceles o declarar pueblos mágicos, de contratar servicios o conceder incentivos, de firmar convenios internacionales o de vender banano a Rusia. O utiliza la fuerza pública para ejercer presión sobre su exesposa en una disputa de tenencia, mientras obtiene sentencias que misteriosamente cambian a su favor desde que el juez las pronuncia en el juzgado hasta que llegan, por escrito, a los casilleros judiciales de las partes. Escandaliza pensar que semejantes groserías no han sido, ni remotamente, un motivo de escándalo en el país. Porque en cualquier democracia medio decente, ni siquiera de las más avanzadas (no estamos hablando aquí de Dinamarca, nomás de Colombia y hasta ¡de Perú!), cualquiera de estos casos (y en siete meses de gobierno tenemos esos y muchos más) habría sido intolerable.
Nada de esto conmueve a los incondicionales. Esos signos inequívocos que anticipan la consolidación de un tiranito en ciernes no les dicen nada. ¿Habrá que dibujárselos? No los ven o los ven y les valen tres atados. Han decidido que la democracia ha fracasado (ellos, tan filósofos, tan sabios, tan estudiosos de la historia universal) y ahora cargan contra quienes la defienden. El anterior tirano no les gustaba. Este, sí (bueno, también el anterior les gustó al principio). Reciben la noticia de la expulsión inmotivada de una periodista extranjera, decisión que no deja lugar al derecho a la defensa por estar fundada sobre un informe secreto, y les parece muy bien. Alguno hasta prescribe que hay que confiar en el Estado, esa abstracción que no tiene moral sino intereses. El Estado, operador privilegiado de Corporación Noboa tal y como van las cosas. ¿O querrá decir en el gobierno, que nos miente a diario? Y fustiga a quienes defienden los derechos que la democracia consagra por estar siendo utilizados, dice, por el partido de la tiranía anterior, aquella que tanto le gustaba cuando era una recién llegada. Igual que esta.