De liberticidios y otras alharacas
Lo que parece haber caído en el descrédito es la idea de que la acción colectiva presenta ventajas sobre la iniciativa individual en la búsqueda del bien común’.
Dictadura, ‘fraudemia’, engaño global, liberticidio... Palabras gruesas para oponerse a las medidas de restricción contra el avance de la pandemia. Aspaviento ruidoso típico de estos tiempos de posverdad caracterizados por la devaluación de las palabras, tiempos en que parecería que hace falta inflar al máximo los conceptos para producir escuálidos significados, levantar montañas de verborrea para parir ideas ratoniles. Todo lo que se tenga que decir se dice ahora con palabras grandes: si en el terreno de los autodenominados progres ya no hay derecha sino extrema derecha, no hay conservadores sino fascistas, en el extremo opuesto (el de los autodenominados libertarios) no hay medidas de restricción sino dictadura, no hay uso obligatorio de la mascarilla sino liberticidio. ¡Liberticidio! Cuando vengan los fascistas de verdad y empiecen a cometer liberticidios de verdad no tendremos cómo nombrarlos y, por tanto, no sabremos reconocerlos siquiera. Alharaquientos estúpidos e irresponsables.
Liberticidio. La palabra pinta el escenario de la batalla final entre el Estado opresor y las libertades individuales. Décadas atrás, ante los éxitos globales de la lucha contra la viruela o la poliomielitis, cualquier discurso antivacunas no podía aspirar a mayor credibilidad que el terraplanismo. La libertad no tenía nada que ver en el asunto. Nos acostumbramos, por ejemplo, al hecho de que ciertos países exigieran, a los ciudadanos de ciertos otros, el cumplimiento de una lista básica y obligatoria de vacunas para permitirles el ingreso en sus territorios. A ningún histérico se le ocurría levantar las banderas de la libertad para oponerse a esas políticas. Uno apechugaba y se vacunaba, consciente de estar cumpliendo con una obligación impuesta en procura del bien común. Hoy, sin embargo, el discurso antivacunas en nombre de la libertad individual goza de gran prestigio en todo el mundo. ¿Qué ocurrió?
Lo que parece haber caído en el descrédito es la idea misma del bien común. Mejor dicho: la evidencia de que, en cuestión de políticas públicas, la acción colectiva presenta una serie de ventajas sobre la iniciativa individual en la búsqueda del bien común. Se trata de un concepto central en el desarrollo de la democracia occidental y del Estado de bienestar que tuvo lugar entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el final del siglo XX. Una idea que el discurso de la desregulación combatió en los años ochenta con indeseables consecuencias. No es una casualidad que la mayoría de libertarios sean millennials: toman como “naturales” ciertos conceptos sobre el funcionamiento de la sociedad que no son, en promedio, más viejos que ellos.
Es una pena que la socialdemocracia actual se avergüence de sí misma. O hipoteca sus particularidades en beneficio del discurso hegemónico de la izquierda identitaria, tan ajena al bien común como el libertarianismo (así ocurre, por ejemplo, en España), o está sumida en el pantano del oportunismo y la burricia, como en Ecuador (¿acaso tiene Xavier Hervas una pálida idea de lo que significa socialdemocracia?). Si algo demostró la actual pandemia es, precisamente, el papel indelegable de lo público en el bien común. La necesidad impostergable de las acciones colectivas. Dejemos que los agoreros del liberticidio se cuezan en el caldo de sus alharacas.