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Lumpemparlamentarismo

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Así, el problema de la política nacional ya no es la estatura política de los representantes, ni siquiera su calidad ética; cada vez más, el problema es su simple nivel de escolaridad. Por posgrados que tengan

Quizás ocurrió en la legislatura del Corcho Cordero. Los ejércitos de olvidables y olvidados legisladores que el correísmo llevó para que calentaran la silla y levantaran la mano empezaron inadvertidamente a leer sus discursos en el Pleno. Una conducta semejante solía ser mal vista en años anteriores pero ahora a nadie le pareció fuera de lo normal. Mejor dicho, la anormalidad era la regla: eran los tiempos en que el jefe del Ejecutivo era el jefe de todos los poderes del Estado. Para el período siguiente, el de las Tres Gracias, esto no hizo sino empeorar: el correísmo dominaba las tres cuartas partes de la sala y sus escritores de discursos seguramente hicieron un buen billete.

Desde entonces para acá, lo ocurrido en el parlamento ecuatoriano se puede resumir en dos constantes. La primera: elección tras elección ha estado dominado por una mayoría surgida del correísmo, a la que hay que añadir, en la actualidad, a la gente de Pachakutik, que desde octubre de 2019 le es afín en todo. La segunda constante es una línea descendente que marca el nivel intelectual, ético y político de los representantes del pueblo. Parecía que la Asamblea de las Tres Gracias era impeorable pero nunca se debe menospreciar la capacidad de nuestros políticos de sorprendernos para mal.

En el escenario de lumpemparlamentarismo que conforma la Asamblea actual y en el que no hace falta nombrar a las excepciones (siempre las hay), los discursos leídos continúan siendo uno de los más elocuentes signos de la descomposición. Lee la presidenta Guadalupe Llori y lo hace con dificultad, despreciando los signos de puntuación sin misericordia, acaso porque el que le escribe los textos no los pone, acaso porque ella carece de destrezas. Lee el coordinador de la bancada de Izquierda Democrática, Alejandro Jaramillo, y entre párrafo y párrafo se da espacio para despachar frases de brillantez retórica del tipo “hay que saber de qué burro se recibe la patada y aquí está claro el barranco en el que usted está”. Lee la correísta Jhajaira Urresta y se puede pensar que no entiende lo que lee, tal es el embrollo que hace con la estructura de las frases y la morfología de ciertas palabras. Si el artículo de la Constitución dice “organismo encargado del control de la utilización de los recursos estatales”, ella lee “organismo encargado del control utilizado de los recursos estatales”. Así, una tras otra. Habla cosas sin sentido y ni se entera.

En fin: leen casi todos. Y el hecho de que eso les parezca normal demuestra hasta qué punto se han perdido hasta las nociones básicas de lo que representa el parlamentarismo como esencia de la política republicana. Porque lo propio de un parlamento es la construcción conjunta de un sentido; la búsqueda de consensos no en el pacto tras bastidores sino en el ejercicio de la palabra. Hay que escuchar al oponente para integrarlo en el propio discurso en el intento de crear un pensamiento político que pueda dar cuenta de ambos: he ahí el arte del parlamentarismo. Por eso, salvo excepciones evidentes, llegar a un parlamento con un discurso escrito, es decir, definido antes de escuchar a nadie, es una grosería sin nombre. Si nuestros honorables no lo ven es porque no entienden nada. Ellos llaman debate al ejercicio inútil de gritar consignas. Consignas que cierran puertas. La elocuencia, por el contrario, es una virtud que crea puentes. En la Asamblea Nacional es mal vista porque resulta pedante. Así, el problema de la política nacional ya no es la estatura política de los representantes, ni siquiera su calidad ética; cada vez más, el problema es su simple nivel de escolaridad. Por posgrados que tengan.