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Mafiosos de América, uníos

Avatar del Roberto Aguilar

Que María de los Ángeles Duarte no firmaba los contratos truchos sino que delegaba a otros para que lo hicieran, dijo su abogado defensor durante el juicio.

Que ella no necesitaba robar porque ya era bastante rica, fue a decir María de los Ángeles Duarte, nerviosamente, ante el tribunal que la juzgaba (y que terminó condenándola) por el Caso Sobornos. Tuvo que hacer piruetas su abogado para explicar lo que la exministra corrupta no quería decir: “que solo los pobres son ladrones”. Quizá no era su intención pero es una conclusión inevitable, ¿no?

En el camino fue dejando caer tantas confesiones no solicitadas que nomás faltaba que la fiscal se pusiera de pie y le diera las gracias: que la ministra no firmaba los contratos truchos sino que delegaba a otros para que lo hicieran; que esos otros sí son responsables en lo administrativo, en lo civil y en lo penal porque así lo establece el reglamento del ministerio (esto de refugiarse en el reglamento es tan, tan correísta); que la asesora presidencial Pamela Martínez “era la que presionaba” y hacía todo; que el testimonio del empresario constructor Pedro Verduga, quien había declarado bajo juramento que lo obligaron a pagar un millón de dólares a cambio de otorgarle un contrato público, no debería ser tomado en cuenta por tratarse de la versión de un hombre “tan extorsionado, tan desesperado”…

Y para más inri: que la ministra no tenía cabida en la figura de “autoría mediata por dominio de organización”, al rededor de la cual la Fiscalía había armado el caso, pues dicho esquema supone la fungibilidad de los subordinados, es decir: si uno no cumple las órdenes ilegales que recibe, la organización prescinde de él y se busca otro. “Y aquí no había diez ministros”, dijo el abogado con ingenuidad enternecedora. O sea que Duarte no era fungible, según él: “Si la ministra no cumplía la orden, no cumplía nomás”, fue su feliz frase. O más probablemente: la cumplía.

Cuando se tuvo la oportunidad de asistir a ese juicio maratónico; cuando se escuchó a los abogangsters de la mafia correísta pergeñar razones de ese tipo y aun peores; cuando se conoció lo que los jueces conocieron: la abrumadora cantidad de pruebas y de testimonios consistentes; la incapacidad de los acusados de negar la existencia del delito… Cuando se ha visto todo eso da una mezcla de repulsión y risa escuchar las babosadas con las que gente que no estuvo ahí pretende sustentar la teoría del ‘lawfare’: que todo está basado en un cuaderno; que el influjo psíquico es una causa metafísica; que nada se ha probado...

¿Cuál de estas necedades hace suya el gobierno de Argentina? Porque si uno se atiene a los instrumentos que citan las partes (la Convención sobre Asilo Diplomático de 1954 y la Convención Interamericana contra la Corrupción, de 1994, documentos suscritos por los congresos de Argentina y Ecuador y que son, por tanto, leyes vigentes en ambos países), Argentina no solo que no puede conceder el asilo solicitado por una funcionaria corrupta con sentencia ejecutoriada por cohecho sino que está en la obligación de entregarla a la Policía. ¿Tiene algo que decir Alberto Fernández sobre la justicia ecuatoriana? Eso de refutar pruebas fácticas con simples relatos políticos quizás funciona para el calor del debate casa adentro, pero para mediar las relaciones entre dos países puede resultar nefasto. Salvo que estamos ante el peor error que podamos haber cometido en los últimos veinte años: el error de tratar a los mafiosos como si fueran políticos.