Dar las gracias
Ese país que es capaz de dar gracias y volverse grande cuando está unido, es el que quiero permanezca sobre la grieta de la rabia que se ha abierto entre nosotros.
Todavía hay quienes la llaman ‘la fiesta del pavo’, con una dosis de simplicidad e ignorancia. No lo hacen de forma peyorativa, pues en Ecuador y muchos otros países no hay la costumbre de cenar en una acción de gracias, cada tercer o cuarto jueves de noviembre. Thanksgiving: así se conoce a la celebración.
No era para nada una tradición de mi familia orense, pero en el hogar que formé hace más de 28 años se volvió costumbre rememorar a los primeros peregrinos que llegaron a Estados Unidos y celebraron su cosecha inicial, dando gracias a Dios, a la tierra y a las manos que ayudaron a trabajarla. Creo haber relatado en esta columna cómo mi novio de entonces, mi ahora esposo Bruce, me sorprendió con un pavo la mañana de un jueves. Hoy, admito el regocijo que me produce preparar los detalles de la cena y sobre todo ese sentido de gratitud que permite hallar luz aun en situaciones tenebrosas. “Siempre hay flores para aquellos que quieren verlas”, decía el pintor Henri Matisse.
Flores sobran en el Ecuador. Basta mirarlo con detenimiento para aceptar el milagro de esta tierra tan generosa, con ríos largos y enormes cauces. Con rosas de tallo grueso por la bendición de las horas de sol. Bananos de seda como dedos de princesa por razones similares. Camarones con sabor único por la riqueza sin igual del golfo. No terminaría esta columna describiendo la bondad de los frutos de nuestra naturaleza. Y su gente: maravillosa, divertida, de gran corazón, que pide poco para alegrarse y que celebra en grande.
Lo vimos la tarde del martes último con el triunfo de la Tri y un histórico 6 a 1 frente a Colombia. Las redes sociales recogían palabras de gratitud del ecuatoriano de a pie y del propio presidente de la República. No había distancias, el sentido de gratitud nos unía. En aquella tarde y noche del 17 de noviembre parecía que nos habíamos olvidado de la COVID, de la corrupción, del desempleo y más…
Ese país que es capaz de dar gracias y volverse grande cuando está unido, es el que quiero que permanezca sobre la grieta de la rabia que se ha abierto entre nosotros. No es posible seguir avanzando en medio del enfrentamiento, del encono, del reclamo constante. La amargura no puede actuar como un veneno que se riega a diario en las ciudades del país, tal como se evidencia en las redes sociales. Tenemos que reconocerlo: nuestra sociedad llega a destilar odio.
Al ser indiferentes con esta realidad, estamos dándole espacio para que crezca. Al ignorarla no la estamos combatiendo. Dejar de mirarla no la empequeñece; todo lo contrario.
Estamos a tiempo de hacer algo por nosotros, empezando por nuestras familias. La semilla de la armonía debe estar sembrada, y regar las matas con abundante amor y tolerancia es mandatorio. No esperemos que nadie lo haga por nosotros. El desafío es de cada uno, y de quien se tome el nombre o liderazgo de cada familia, de cada ciudad, de cada país. No necesitamos dirigentes que dividan. No pueden ser estadistas quienes no edifican sobre la armonía.
Las flores están allí para quien quiere verlas, pero se necesitan ojos abiertos para apreciarlas; manos sensibles para sentir su textura; olfato fino para percibir su aroma. Se necesita sentido de gratitud para valorarlo todo. ¿Es tan difícil?
El jueves próximo tendré lista una mesa para compartir con nuestros hermanos de sangre y de vida. Esta vez seremos muy pocos y rezaremos juntos. Bendeciremos a esta tierra generosa y a las manos que la trabajan. Juntos pediremos por el fin de la pandemia y la llegada del aprendizaje que nos deja. Y sí, habrá pavo en el menú, y maíz y papas. Y risas, abrazos, promesas y mil veces la palabra ‘gracias’.