Hacer, comprar y quemar los viejos

Las horas finales del año llegan. Instante de mirar relojes, almanaques y calendarios, generalizados por la modernidad para medir el devenir del tiempo, en días, meses y años. Hace tres décadas, Guayaquil y el país masificaron el rito de comprar muñecos de cartón hechos por artesanos de un mercado creciente. Así crean un modo mercantil de vida que atiende la demanda continua y silenciosa por la presión de los ‘mass media’, publicidad, cómics y filmes de superhéroes. Los niños presionan socialmente a familias y padres a comprarlos. La prensa los llama monigotes, término nuevo que no está en la memoria y relato de quienes tenemos más de 5 décadas. En nosotros la acción comunicativa de esos tiempos era de convocatoria y vivencia para crear muñecos que semejen un viejo que debía quemarse el 31. Galladas y vecinos barriales recorríamos hogares pidiendo camisas, zapatos, medias, guantes usados para confeccionarlos. Para eso visitábamos los aserríos y carpinterías, buscando viruta, aserrín y paja. Luego hacíamos la colecta y comprábamos la careta del viejo. Era un pasado de convocatoria colectiva, humana, mundana, cálida, de valor cultural y psicosocial. Tiempos de predominio y unión barrial, vecinal y familiar para construir con nuestras manos el viejo. Hoy esto ha desaparecido. Solo quedan recuerdos en los periódicos de ayer como noticias olvidadas que nadie lee. Ahora los padres sacan sus dólares de la billetera y compran esas mercancías artesanales.
Hoy, como ayer, la piromanía sigue rigiendo los destinos del horario, los relojes y el calendario del 31 diciembre a las 12 de la noche. Pero ahora todo huele a pólvora, a ruido ensordecedor. Ya no usamos la sal en grano para producir esos ruidos que semejaban explosiones. Hoy es más mercantil, más explosiva, contaminante y menos humana la quema de los años viejos. Evoco ese pasado y relatos de vida para aquellos que aún recordamos las emociones de esos diciembres lejanos, donde la familia, la gallada barrial y el vecindario éramos uno solo. Por eso en 1950-60 cantábamos: “Yo no olvido al año viejo/Que me ha dejado cosas muy buenas/Me dejó una chiva/Una burra negra/Una yegua blanca/Y una buena suegra”, de Crescencio Salcedo Monroy. Pero la vida seguía.