Costumbres grabadas en piedra
Después de 97 años, las lavanderías públicas no pierden vigencia. Cinco de las nueve que fueron construidas en 1924 aún funcionan
Laura Córdova tiene 72 años y desde hace tres meses friega ropa ajena para ganarse la vida. Cada martes, desde las 06:00, ocupa una de las 16 piedras de cemento que quedan en la lavandería pública de Nueva Aurora, sur de Quito. Esa es su fuente de trabajo, pero también de desahogo. Y mientras estruja más de una docena de prendas, con sus arrugadas, desgastadas y rojizas manos... su corazón también se escurre. Llora. Pausada. Y entre sollozos suelta que en este espacio realiza la mejor terapia para olvidar el abandono de su única hija, para quien solo era “una vieja inservible”.
Son las 09:00 y el frío no da tregua. En un terreno de 150 metros cuadrados, bajo un techo de teja casi nuevo, 10 lavanderos acompañan a Laura. Siete mujeres y tres hombres. Jóvenes, niñas y también adultos mayores.
Entre ellos chacotean, juegan, enjabonan, friegan y hacen de este espacio su lugar de encuentro, de desfogue de emociones y algunos de trabajo. Por tres docenas de ropa pueden ganar hasta cinco dólares. Todo depende de la oferta y demanda que haya, dicen unos.
Pero también están aquellos que llegan para ahorrar el gasto de agua en casa. O porque no tienen piedra de lavar. O porque simplemente no les gusta usar lavadora automática porque ya están enseñados a hacer el oficio “a la antigüita”.
Como en 1924 y 1925, cuando Isidro Ayora, en calidad de presidente del Concejo Municipal, encargó la construcción de nueve espacios como estos para que los quiteños tengan una buena condición de vida, conservando la higiene y salubridad. Inicialmente se las pensó y edificó al filo de quebradas, acequias, ríos o lugares con ojos de agua natural. Al aire libre, en medio del campo y con una estructura rústica.
Hoy, 97 años después solo cinco lavanderías públicas siguen abiertas: San Roque, La Magdalena, Tambo del Inca, San Martín y Nueva Aurora. Todas están en el sur de la urbe y pese a que se ha realizado retoques en la infraestructura de las piedras, estas todavía conservan sus dimensiones iniciales: 71x 65 centímetros.
Sobre estas reliquias, un hombre de gruesa contextura, cabello negro y tez trigueña recoge su encorvada espalda hacia atrás y exhala un suspiro: “huuuuu”.
-“¿Durito el asunto, no?, inquiere a sus compañeros”, mientras coloca sus manos en la cintura para enderezarse.
Es Jaime Naula, otro asiduo lavandero, quien se declara entre carcajadas como “mandarina”, porque hace lo que su esposa le dice.
Ella, que desde la piedra de al lado lo acompaña, con voz delicada le pide que se queje menos y lave más.
Así lo hace. Naula continúa su misión y se incorpora a la piedra. Friega a un solo ritmo una falsificación casi bien hecha de zapatillas Adidas. Dice que lo más difícil es lavar zapatos, medias nylon y sostenes, pero no les huye y entre la montaña de ropa que está a un costado los busca.
“Si no tuviese manos de hombre ya estaría llorando por las raspaduras que deja la piedra, pero aquí se mide lo macho que se es”, añade con firmeza, mientras muestra como un trofeo unas panty medias que rescató de la montonera.
Frente a él está Martha Viera. Ella libra una batalla con una mancha de grasa de automóvil que tiene el jean de uno de sus hijos mayores que trabaja en un taller.
Sus armas letales son un cepillo de gruesas cerdas y jabón de barra. Rastrilla de adelante para atrás. Una y otra vez. Toma un respiro y suelta que su mamá ya habría sabido cómo ganar ese combate.
“Ella era experta en esto, pero ya no está”. Le duele recordar que la COVID-19 se la arrebató cuando los hospitales lucían saturados y la idea de una vacuna ni siquiera existía.
El tiempo transcurre y los que llegaron a las 05:00 ya se despiden. Guardan la ropa estilando en fundas o tanques y se marchan sin rumbo conocido.
Y por segundos el sitio queda desolado. Hasta que entran nuevas caras. Unas cargan bultos de hasta ocho kilos de ropa sucia envuelta en una sábana, en su espalda. Otras lo atan a la frente. Y también están aquellos que demuestran su fortaleza cargando grandes tanques de plástico en uno de sus hombros.
Y la historia se repite. De uno en uno se apropian otra vez de este espacio de antaño. Uno en donde no solo se lava los trapos sucios, sino también la conciencia.
No se me caen las manos por ayudar con los oficios de la casa a mi mujer. Al contrario, eso me hace sentir como un verdadero hombre
La lavandería fue mi mejor sitio de terapia para superar la muerte de mi madre, quien cayó con COVID-19. Su recuerdo me acompaña todo el tiempo.
DATO. 97 Años Es el tiempo que ha permanecido esta lavandería en Nueva Aurora, en la calle S51 y Oe1J. El agua es de vertiente.