Las tragedias trastornaron a La Torera
La escritora Silvia Larrea recuerda cuando conoció a Anita Bermeo, personaje icónico de los 60, y habla de su libro
Quito ya no es Quito. Las calles que recorría lucen diferentes. Ya nadie se saluda amablemente en una metrópoli que dejó de ser una aldea. Entonces, ella -exótica, llamativa- sufre un choque de cultura. Y dice: “Esta no es mi ciudad”. Su nombre de pila es Anita Bermeo. Aunque quizás muchos la recuerdan por su apodo: La Torera. Delgada y con 1,49 metros de estatura, una verdadera leyenda de los 60. Pero la escritora Silvia Larrea la trae al presente…
La novelista la conoció cuando tenía 6 años. Un día, mientras paseaba con su madre en el parque La Alameda, centro de Quito, subió al tradicional churo donde la vio por primera vez. Doña Anita -como la llama- vestía ropa extravagante. Y recuerda que lo que llamó su atención fue un palo forrado de rojo que sostenía con su mano. No sabía para qué. Su progenitora la saludó y la mujer contestó.
Pasaron los años. Casualmente, cuando Larrea había cumplido los 14, doña Anita era su vecina en las calles Cordero y Diez de Agosto. Entonces, veía cómo los chiquillos de esa época la acorralaban, la molestaban, le gritaban: “¡Torera, torera, torera!”. A ella, por supuesto, le disgustaba que la llamaran así, recuerda la escritora. Y fue entonces cuando notó que el palo sí servía para algo. Para ahuyentar. “Nunca supe si alguna vez llegó a golpear a alguien”, cuenta.
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Para ese momento, Anita ya no era Anita. Era La Torera y casi todos en la capital hablaban de ella. La veían recorriendo las angostas calles de San Marcos, La Alameda, El Ejido, la plaza de la Independencia. La ciudad no era tan extensa y era usual observarla, pero la madre de Larrea tenía un privilegio. Era su vecina y en los repentinos encuentros, le contaba su historia.
La escritora dice que muchos la consideraban ‘loca’. Ella lo duda. En su investigación -años después- supo que doña Anita había tenido un novio en Ambato, ciudad en la que residía antes de mudarse a Quito. Él era torero. Y en una corrida, sufrió un accidente. Un toro bravo lo mató. Entonces ella, trastornada, escapó de una realidad que la condujo a creer que era la administradora de la capital. Es por eso que sentía la necesidad de recorrer la ciudad.
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Leer másAunque existe otra trama. Una joven de apellido Bermeo, quien aseguró ser descendiente de La Torera, dijo que doña Anita era de una familia acomodada de Loja, pero que se fue a vivir a Ambato en una hacienda, que luego se incendió y fallecieron sus padres. Eso no ha podido confirmar la investigadora.
Lo que sí ocurrió es que laboró en una fábrica de telas. El supervisor, según otros historiadores, había asegurado que era una excelente trabajadora. Se dice que era muy hábil con la costura. Sin embargo, no diseñaba su vestuario. Larrea descubrió que la ropa de origen europeo que La Torera usaba -y por la se ganó aquel mote tan popular- era regalada por las damas de la sociedad de Quito.
Debido a su estatura, las mismas costureras de las quiteñas de clase alta le confeccionaban de acuerdo a su talla. Sin embargo, nadie sugería la combinación. Era la misma Bermeo quien elegía qué ponerse cada día. Además, siempre usaba tacones y, a menudo, sombreros -incluso- con plumas. “Yo diría que en esta época estaría muy a la moda”, comenta la escritora sonriendo. Pero en aquellos años, la mayoría de mujeres vestían con colores oscuros.
En 1984, con 86 años de edad, La Torera falleció en el Hogar Corazón de María. Hay fotografías en blanco y negro de este personaje que se convirtió en patrimonio de la ‘Carita de Dios’. La literata conserva una foto cuya leyenda dice: “Anita Bermeo (La Torera), 1970”.
Tras recoger toda la información, e incluir sus propias experiencias, Larrea decidió escribir un libro, donde -fantasiosamente- trae al presente a aquella mujer que muchos quiteños recuerdan. Imaginar sus reacciones ante el descubrimiento de los cambios de la ciudad es la esencia de lo que cuenta en su obra ‘La Torera, relato basado en una leyenda’.
Silvia Larrea
Para la escritora, esto permite mantener viva la memoria histórica de la ciudad, sus tradiciones y leyendas. Pero no es su única investigación. La más reciente se centra en un castillo que fue construido en La Mariscal, centro-norte de Quito, y del que se desprende un cuento de misterio. Pero antes, desvela cómo fue se levantó la estructura, por qué fue tan importante y quién vivió allí.
Muro de piedras
Parece un búnker, pero en realidad es un castillo. Uno de los cinco que se levantaron sobre la calle Roca, entre Juan León Mera y Reina Victoria. Su creador no fue un arquitecto, sino un dibujante mexicano llamado Rubén Vinci. Llegó a Quito a finales de los 30, detalla la autora.
Pero este castillo debió haberlo construido cerca de los 50. ¿Qué tiene de curioso? La literata explica que en aquellos años, la gente usaba las piedras de río -o piedras de canto redondo- para recubrir el suelo de los patios. Sin embargo, a Vinci se le ocurrió ponerlas como fachada. Ante semejante extrañeza en esos tiempos, y con la sal que tienen los quiteños -como siempre-, la bautizaron como la ‘Casa del patio parado’. Aunque su nombre verdadero es Villa Vinci, según el portal Los Ladrillos de Quito.
Cuenta la novelista que el dibujante vivió allí hasta cuando decidió regresar a México. Desde entonces, la escritora no ha logrado establecer cuántos otros inquilinos tuvo la casa. Sí está claro que en 1964 fue ocupada por un colegio femenino y actualmente allí funciona una concesionaria, como en otros castillos de esa calle, que no han sido demolidos ni reemplazados porque son patrimonio, pero a sus pies se han abierto restaurantes, fotocopiadoras e, incluso, uno es sede de organizaciones políticas.
Para rescatar la historia del castillo, Larrea lo utilizó como el escenario de un misterio que reúne a estudiantes universitarios de diferentes provincias en su libro ‘Misterio en la Casa del Patio Parado’. En esta obra, aborda temas de corrupción, el embarazo adolescente y la marihuana. “Es imposible vivir esta ciudad sin amarla, sin apreciar todos sus valores, riquezas paisajísticas y edilicias”, concluye la autora.
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